diciembre 13, 2010

Colores difuminados sobre jazmín

santuario de los andes

Cuando era pequeño el cielo me observaba, así era más fácil que mis brazos estando extendidos alcanzancen su sonrisa; y a que los distintos colores de su mirada trajeran los recuerdos horizontalmente cálidos. Acabando, así, por cerrar mis ojos con el suspiro que me daba estar recostado sobre su regazo.
A pesar de que cuando despierte de este sueño ya no nos volvamos a ver, nunca me olvidare de esos sentimientos.
Cuando era pequeño la ventanas empañadas no me intimidaban, a pesar de que las ruinas empezaran a notarse, sentía que el aroma de los arbustos de jazmín cantaban a cada paso nuestro, con la ilusión del que mañana no era más que una sonrisa pueril de lo que  quizás fue el ayer; con eso nos bastaba, para  contentarnos porque sabíamos decir con ternura: adiós, hoy.
A pesar, de que ya no estemos juntos cuando llegue ese “hoy”, no olvidare esos días en que recogíamos a esos caracoles de regreso a casa para que no sean pisados.
Cuando era pequeño cada vez que cantabas yo soñaba, el viento que fluía hacia los difuminados colores de nuestro sentimientos, siempre nos llevaba a ir a sitios de nuestra infancia, cogidos de las manos, mientras me susurrabas de como debería construir mis pensamientos, para que no existiese sueños de colores “banquillos” sepias.
A pesar, de que tu corazón me sigue acariciando como viento otoñal al alma, no me resistiré para sellarlo con la llave del atrio que se te cayo al irte de mi.
Ahora postrado en el lumbar de mis pensamientos difuminados sobre aquel jazmín que pusiste sobre la contratapa del libro El Conde de Montecristo, que me regalaste. Antes de ser enviado al espejo de la dualidad, sólo puedo pensar en esos colores de la ultima frase que promulgo tranquilamente Edmundo Dante:
“Confiar y esperar”

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